ANTROPOFAGIA
El antropofagismo representa para los artistas sudamericanos la forma de fundir el arte y las ideas modernas con los temas indígenas, por ello se convierte en un movimiento esencial para la constitución del arte modernista brasileño, protagonizado en su mayoría por pintores e intelectuales.
El manifiesto antropófago del poeta y ensayista O. de Andrade de 1928 invita a los artistas, hasta ahora influidos por los movimientos europeos, a superar esta hegemonía. En esta línea es clave el trabajo de Tarsila do Amaral (1886-1973), pintora y escultora brasileña que se encuentra en 1920 en París estudiando en la Académie Julian y en 1923 trabajando con Gleizes y Léger, asumiendo las lecciones del constructivismo ruso y el cubismo, y desarrollando posteriormente un arte nacional enraizado en sus orígenes. La introducción de la modernidad en el resto de América Latina sigue ese mismo camino en diversos grados. Además la antropofagia nos enseña que toda obra de arte nace por devoración de los modelos.
Muchos de los artistas y escritores pertenecientes a este grupo se formaron en escuelas europeas, aprendiendo las corrientes artísticas más novedosas; sin embargo, al volver a su país las asimilaron desde la identidad local. Tal fue el caso de Tarsila do Amaral (1886-1973), quien en 1928, tras regresar de París, realizó Abaporú (que en tupi-guaraní significa antropófago), una pintura con técnica vanguardista que representa una figura con el cuerpo desproporcionado, acentuando las dimensiones del pie y de la mano que se aferran a la tierra.
Fue un llamado a despertar la conciencia sobre lo propio y dejar de ser víctimas del sistema, suprimir las ideas que paralizan, la realidad social y parar de idolatrar a las culturas trasatlánticas. Al mismo tiempo hablaba de la “Absorción del enemigo sacro. Para transformarlo en totem”, con lo que también invitaba a valorar lo exterior para que, al ser digeridos sus elementos (al igual que los tupinambás), la sociedad se enriqueciera y cobrara fortaleza.
La importancia de la corriente antropofágica recae en que, a diferencia de otras tendencias coetáneas latinoamericanas, no se enfocó exclusivamente en el indigenismo o en lo meramente autóctono, sino que tuvo la capacidad de reconocer en el “otro” características devorables e integrables a su identidad en formación. Asimismo, el entrelazamiento de diversas disciplinas artísticas, como la literatura y la pintura (que a su vez se comían mutuamente), dio como resultado un movimiento que comprobó que era posible producir algo propio a partir del acto de devorar.
El manifiesto antropófago del poeta y ensayista O. de Andrade de 1928 invita a los artistas, hasta ahora influidos por los movimientos europeos, a superar esta hegemonía. En esta línea es clave el trabajo de Tarsila do Amaral (1886-1973), pintora y escultora brasileña que se encuentra en 1920 en París estudiando en la Académie Julian y en 1923 trabajando con Gleizes y Léger, asumiendo las lecciones del constructivismo ruso y el cubismo, y desarrollando posteriormente un arte nacional enraizado en sus orígenes. La introducción de la modernidad en el resto de América Latina sigue ese mismo camino en diversos grados. Además la antropofagia nos enseña que toda obra de arte nace por devoración de los modelos.
Muchos de los artistas y escritores pertenecientes a este grupo se formaron en escuelas europeas, aprendiendo las corrientes artísticas más novedosas; sin embargo, al volver a su país las asimilaron desde la identidad local. Tal fue el caso de Tarsila do Amaral (1886-1973), quien en 1928, tras regresar de París, realizó Abaporú (que en tupi-guaraní significa antropófago), una pintura con técnica vanguardista que representa una figura con el cuerpo desproporcionado, acentuando las dimensiones del pie y de la mano que se aferran a la tierra.
Fue un llamado a despertar la conciencia sobre lo propio y dejar de ser víctimas del sistema, suprimir las ideas que paralizan, la realidad social y parar de idolatrar a las culturas trasatlánticas. Al mismo tiempo hablaba de la “Absorción del enemigo sacro. Para transformarlo en totem”, con lo que también invitaba a valorar lo exterior para que, al ser digeridos sus elementos (al igual que los tupinambás), la sociedad se enriqueciera y cobrara fortaleza.
La importancia de la corriente antropofágica recae en que, a diferencia de otras tendencias coetáneas latinoamericanas, no se enfocó exclusivamente en el indigenismo o en lo meramente autóctono, sino que tuvo la capacidad de reconocer en el “otro” características devorables e integrables a su identidad en formación. Asimismo, el entrelazamiento de diversas disciplinas artísticas, como la literatura y la pintura (que a su vez se comían mutuamente), dio como resultado un movimiento que comprobó que era posible producir algo propio a partir del acto de devorar.
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